Soplaba el viento, fuerte, punzante.
Estaba en la parada del colectivo, esa de la misma esquina de siempre, la que en la vereda de enfrente hay como 4 bares todos juntos, y a mis espaldas sólo bancos de plaza, árboles y juegos para chicos.
Por eso el viento sopla más de este lado. Por eso aumenta mi sensación de vulnerabilidad.
Miro hacia la izquierda, veo las luces de los autos que ya pasaron, alejarse, y un par de semáforos que manejan la vida de varios.
La noche no es cerrada, es simplemente eso: noche.
Y con eso basta.
Tengo la impresión de haber salido de casa hace más de una semana, y sólo estuve ausente menos de medio día. Pero sé que ella me espera, y eso me hace extrañarla más.
Es que no me gusta dejarla, porque a su lado me siento tranquilo, porque sé que no es necesario que sea más que lo que soy, porque me entiendo con ella, porque la conozco y conozco cuál es la forma en que estemos bien.
Cada acto insignificante que ocurre en el día me la recuerda, me hace extrañarla, me provoca deseos de estar a su lado… de que me abrace y me tranquilice.
Es imposible compararlo con el amor de una madre, porque una madre educa, y ella no me educa, me acompaña, me exalta lo que soy, me complace en lo que quiero y me da el tiempo que necesito para pensar.
Luces fuertes me hacen girar la cabeza hacia la izquierda, viene el colectivo, por fin.
El chofer tiene una cara rara, mezcla de mal humor con melancolía, y me pregunto si esa es la misma cara que tendré yo cada vez que pienso en ella, cada vez que tengo el impulso de ir a verla y no puedo.
Porque la mayoría de las veces no puedo.
El colectivo está alumbrado por esa luz tenue, entre blanca y azul, parpadeante como en una película de miedo, alumbrando un pasillo que está sucio por la enorme cantidad de pisadas que recibió en el día.
A los lados los asientos están ocupados de manera bastante espaciada, ya no viaja tanta gente a esta hora.
Y yo tampoco lo haría si estuviera con ella, nos quedaríamos puertas adentro, tranquilos, disfrutando como disfrutamos esos momentos.
Me siento en un asiento de la fila individual, apoyo mi cabeza contra la ventanilla, y el andar del colectivo hace que vaya rebotando, pero al cabo de unas cuadras ya no me importa.
Mi cabeza se va, se deja llevar por la idea de llegar a casa y verla.
El viaje transcurre subjetivamente más rápido y llega mi punto de descenso.
Me quedan tres cuadras hacia el Norte para llegar a casa. En el cordón de la vereda unos adolescentes hacen una ronda que tiene como epicentro unas botellas de cerveza, y que coronan con el humo de los cigarrillos. Alguna vez, conocerán el placer de tener a alguien como tengo yo, y dejarán aquella esquina.
Algunas mujeres vuelven del mercado de la esquina, aquellas que fueron sorprendidas por la noche y a la hora de cocinar se encuentran escasas de ingredientes.
Nadie más.
No hay motivo para salir, salvo ser adolescente o que sea necesario. Es de noche, hay viento, y el frío viene como el tercer mosquetero del momento.
Llego al edificio.
El portero no está. Nunca está.
Dicen que debería estar sentado en la puerta, o al menos cerca de ella, pero como tiene un departamento en la planta baja, nunca está donde dicen que debería estar.
El viaje en ascensor, culpa de la ansiedad, se me hace subjetivamente más largo que el del colectivo, aunque sean unos metros versus unas decenas de cuadras.
Llegué.
Por fin!
Abro la puerta y está totalmente oscuro, ni siquiera una ventana abierta para heredar la luz proveniente de afuera.
No hay nadie, sólo ella.
Tan fiel, tan deseada, tan entrañable, tan tranquilizadora.
Mi soledad.
Mi tan amada soledad.
La historia anterior, está inspirada en la siguiente canción:
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